Todo comenzó con un error
Por
Alberto Cobián
Pozuelo, miércoles. Tengo que elaborar un post sobre la magia de aprender, reaprender, volver al cole y todos estos temas genéricos y complejos. Me siento. Pienso que debería extrapolarlo a algo que conozca, algo tangible para mí. Así podría sonar honesto y, en consecuencia, facilitarme el trabajo.
(Atención,
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Anticipo
los cursos que Cafebrería
ad Hoc,
en hermandad con Escuela
de Escritores,
planea lanzar esta nueva temporada. Desde
octubre.
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enlaces ¿Quiénes
serían tus profesores? ¿Cuáles son los horarios y cual te puede
encajar más? ¿Cuánto dinerito cuesta? Esto
y algunos otros secretos.
He
pensado que podría iniciar un pequeño juego (espero, terrible,
vuestras respuestas, mientras el té se enfría) usando pequeñas
joyas que he
aprendido en mis cursos de escritura y otras (mamá
también leía) que he coleccionado por otras fuentes.
(Atención,
ahora me voy a poner original)
Voy
a copiar, vilmente,
a algunos de mis favoritos en algunos de sus inicios de novela más
desgarrados y cautivadores:
«Todo comenzó con un error.»
Así
da comienzo, El
cartero. Bukowski nos
fuerza a entrar en su universo, en su primera novela, con una frase
que, no solo incita y abre de forma sencilla (magistral) la
curiosidad del lector, además, provoca una proto-conscienciasobre
la tonalidad de la historia que se avecina. Esto
va de ir de cagada en cagada.
Aprendí
de Bukowski también
por un error. Salía con una chica, más inteligente, leída e
interesante que yo. Una tarde, pasando el rato en su casa, me levanté
del sofá que tenía asignado y me puse a deambular por su pequeña
biblioteca. Un gato, paso. Unos juguetes retro, paso. Bukowski.
Suena a judío. ¿Polaco? Alemán. Contraportada, algo de un tipo que
bebe mucho y que jura todo el tiempo y que sale con mujeres raras y
que ellas también beben. Uhh
Yammi.
Justo para mis veinte añitos. Me volví hacia la chica con el libro
entre las manos. Nadia,
¿esto qué es? ¿Mola? No
recuerdo lo que contestó. No recuerdo mucho más de Nadia. Pasó,
como todo lo demás. Dejó algo. Unos tangos, Chango
Spasiuk, Cristóbal
Repetto,
algunas películas, algunos paseos, Gatini. Y, El
cartero,
aun soberbio, de rojo, se mantiene todavía, erecto, en mi pequeña
biblioteca.
No,
eso también es mentira.
El
cartero me
lo encontré en una calle de Lavapiés, sobre el capó de un Renault.
Mentira.
Esto
es, también
mentira.
Me
lo prestó Rodríguez Zapatero en un ataque cool del
expresidente.
Nah.
¿Entendéis
el juego? La complicidad es necesaria. Se trata de contar esa cosa,
salido de cualquier otra cosa, que sea capaz de aportar una nueva y
flamante cosa. A, B, C. Fácil. Esto es algo que aprendí en estos
cursos. Ser capaz de imaginar que se puede mentir con tanta dulzura,
tanto impulso y pasión, y que sea reconocido y aclamado. Y, sobre
todo, mentirnos a nosotros mismos. Es
maravilloso.
Es algo que merece la pena ser aprendido. Por ejemplo, Nadia me dejó
a mí. Creo. ¿Seguro? No. Da lo mismo. Ahora todos saben la
verdad.
Bueno, solo es un juego. Tranquilos. Voy a volver a intentarlo y
después dejaré unas pocas frases de escritores para que, a partir
de ahí, deis rienda suelta a vuestro universo. Ánimo.
«Nadie me conocía en Buckton.»
Primera
y, como la anterior, gran frase inicial. Un ser solitario aparece en
Buckton. Una ciudad nueva. Él se está moviendo. Y comienza su
historia en un sitio desconocido para él y, él, desconocido para
nosotros. ¿Está huyendo? ¿Qué va a hacer ahí? Puede ser
un western.
O incluso una de detectives. Puede ser una en la que el tipo conoce a
la tipa en Buckton y se mudan a las montañas y tienen tropecientos
chiquillos y llegan los nazis y pierden a la mitad de la estirpe y
ella canta y se llama María (canta como los ángeles) y antes era
monja y hace vestidos super cuquis con
cortinas otoñales para toda la cuadrilla.
Todo
puede ser, siempre, pero esta vez no fue así. Conocí a Boris
Vian,
escritor francés de la escuela de la patafísica,
cuando mi madre, en mis tiernos catorce años, me regaló su novela
más famosa, Escupiré
sobre vuestra tumba. La
leí y me encantó. Mal dicho, me dejó entumecido y preocupado. Y
totalmente desprotegido. ¿Cómo puede mi madre regalarme, en mi
sabida edad del pavo, a mí, más pardillo que nadie, una novela tan
violenta, sangrienta, oscura, racista y depravada? Pienso ahora. No
me quería. No hay otra opción. O fue abducida un mes antes de darme
este libro (antes era puro amor maternal y consentimiento continuo)
por un grupo de marcianos particularmente sádicos.
Tranquilos,
esto es mentira también.
A mi madre solo le gusta la Fórmula uno.
Esto
de aprender tiene estas historias. Cada uno aprende lo que se le
cruza, o lo que le atraviesa, o quizá solo aprende lo que puede
aprender. Pero es emocionante de cualquier manera. A mi me gusta
escribir historias, imaginar mundos. Dejarme llevar por una idea y
seguirla hasta ver dónde me puede llevar. Esto lo aprendí en
los cursos
de escritura.
En la Escuela
de Escritores.
En
la Escuela pasé dos años y aprendí lo que, in
solitude,
hubiese aprendido en diez. Fue intenso y desorbitante. Para una
persona sin una rutina de trabajo en la escritura puede ser duro de
pelotas.
Al final, solo quería que no acabase nunca. Vivir en el ensueño
literario para siempre. En la continua producción que no halla un
final. Vivir únicamente en entretiempos o no acabar de nacer del
todo. Agradable.
Nada
de esto pasó.
Pero,
es innegable que aprendí. La escuela me aportó no solo
conocimientos, humildad y realización de ciertas facultades y
ciertos errores, también la conclusión de que había otro mundo que
se podía alcanzar. Que no depende de contactos, o editores, de
señuelos ni de cantos de sirenas. Que no se deja comprar ni lo
puedes alquilar por un tiempo. Te haces parte de algo. Algo móvil.
Algo intermitente pero que no cesa. El jardín de las delicias, el
reino de los solitarios.
Aprender,
intentaré resumir, para mí, no me gustan los oráculos, tiene algo
de sagrado y, al mismo tiempo, algo de hereje. Cura e inflige
latigazos. Tiene algo de amor y algo de odio. Si
tuviese que definir la vida, sería algo parecido.
Ahora,
como prometido, os dejo una selección de inicios de novela para que,
con ellos como guía, os dejéis llevar. Podéis enviarme vuestro
relatos, cuentos, anécdotas, insultos o poemas a este mail que os
dejo a continuación. Prometo
leerlos todos. (No lo haré).
«Era
el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la
sabiduría, y también de la locura.»
«Hoy
ha muerto mamá. O quizá ayer.»
«Estábamos
en algún lugar de Barstow, muy cerca del desierto, cuando empezaron
a hacer efecto las drogas.»
«He
sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por
supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.»
«Las
cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo,
sucedieron así.»
«Yo
no maté a mi padre, pero a veces me he sentido como si hubiera
contribuido a ello.»
«Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el hielo.»
enviatuscuentosyprodigios@gmail.com.
Gracias
por tomaros el tiempo necesario para leer este post. Dentro de toda
la parafernalia y la broma adolescente estaba el intento de mostrar
qué es, de forma sincera, lo que me ha gustado aprender, cómo lo he
aprendido, y dónde.
Un
saludo.
[Texto original en La magia de aprender]
Publicado el 25 de setiembre de 2018 por
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