jueves, 17 de enero de 2019

Un texto de Alberto Cobián



Todo comenzó con un error

Por Alberto Cobián


Pozuelo, miércoles. Tengo que elaborar un post sobre la magia de aprender, reaprender, volver al cole y todos estos temas genéricos y complejos. Me siento. Pienso que debería extrapolarlo a algo que conozca, algo tangible para mí. Así podría sonar honesto y, en consecuencia, facilitarme el trabajo.

(Atención, anuncio, Skip in five seconds)

Anticipo los cursos que Cafebrería ad Hoc, en hermandad con Escuela de Escritores, planea lanzar esta nueva temporada. Desde octubre. Con grandes profesores y profesionales. En nuestra Aula Sindoxa, lugar de conspiraciones, aspiraciones y entresaques literarios.


Toda la información puedes encontrarla en nuestra web, pinchando en los enlaces ¿Quiénes serían tus profesores? ¿Cuáles son los horarios y cual te puede encajar más? ¿Cuánto dinerito cuesta? Esto y algunos otros secretos.
He pensado que podría iniciar un pequeño juego (espero, terrible, vuestras respuestas, mientras el té se enfría) usando pequeñas joyas que he aprendido en mis cursos de escritura y otras (mamá también leía) que he coleccionado por otras fuentes.
(Atención, ahora me voy a poner original)

Voy a copiar, vilmente, a algunos de mis favoritos en algunos de sus inicios de novela más desgarrados y cautivadores:

«Todo comenzó con un error.»

Así da comienzo, El carteroBukowski nos fuerza a entrar en su universo, en su primera novela, con una frase que, no solo incita y abre de forma sencilla (magistral) la curiosidad del lector, además, provoca una proto-conscienciasobre la tonalidad de la historia que se avecina. Esto va de ir de cagada en cagada.
Aprendí de Bukowski también por un error. Salía con una chica, más inteligente, leída e interesante que yo. Una tarde, pasando el rato en su casa, me levanté del sofá que tenía asignado y me puse a deambular por su pequeña biblioteca. Un gato, paso. Unos juguetes retro, paso. Bukowski. Suena a judío. ¿Polaco? Alemán. Contraportada, algo de un tipo que bebe mucho y que jura todo el tiempo y que sale con mujeres raras y que ellas también beben. Uhh Yammi. Justo para mis veinte añitos. Me volví hacia la chica con el libro entre las manos. Nadia, ¿esto qué es? ¿Mola? No recuerdo lo que contestó. No recuerdo mucho más de Nadia. Pasó, como todo lo demás. Dejó algo. Unos tangos, Chango SpasiukCristóbal Repetto, algunas películas, algunos paseos, Gatini. Y, El cartero, aun soberbio, de rojo, se mantiene todavía, erecto, en mi pequeña biblioteca.
Esta historia que acabo de contar es mentira. El cartero me lo presentó mi madre.
No, eso también es mentira.
El cartero me lo encontré en una calle de Lavapiés, sobre el capó de un Renault.
Mentira.
Es un libro que Tom Waits me recomendó.
Esto es, también mentira.
Me lo prestó Rodríguez Zapatero en un ataque cool del expresidente.
Nah.
El cartero es mentira, y Bukowski es mentira. Y no importa. Ahora es literatura.
¿Entendéis el juego? La complicidad es necesaria. Se trata de contar esa cosa, salido de cualquier otra cosa, que sea capaz de aportar una nueva y flamante cosa. A, B, C. Fácil. Esto es algo que aprendí en estos cursos. Ser capaz de imaginar que se puede mentir con tanta dulzura, tanto impulso y pasión, y que sea reconocido y aclamado. Y, sobre todo, mentirnos a nosotros mismos. Es maravilloso. Es algo que merece la pena ser aprendido. Por ejemplo, Nadia me dejó a mí. Creo. ¿Seguro? No. Da lo mismo. Ahora todos saben la verdad. Bueno, solo es un juego. Tranquilos. Voy a volver a intentarlo y después dejaré unas pocas frases de escritores para que, a partir de ahí, deis rienda suelta a vuestro universo. Ánimo.


«Nadie me conocía en Buckton.»

Primera y, como la anterior, gran frase inicial. Un ser solitario aparece en Buckton. Una ciudad nueva. Él se está moviendo. Y comienza su historia en un sitio desconocido para él y, él, desconocido para nosotros. ¿Está huyendo? ¿Qué va a hacer ahí? Puede ser un western. O incluso una de detectives. Puede ser una en la que el tipo conoce a la tipa en Buckton y se mudan a las montañas y tienen tropecientos chiquillos y llegan los nazis y pierden a la mitad de la estirpe y ella canta y se llama María (canta como los ángeles) y antes era monja y hace vestidos super cuquis con cortinas otoñales para toda la cuadrilla.
Todo puede ser, siempre, pero esta vez no fue así. Conocí a Boris Vian, escritor francés de la escuela de la patafísica, cuando mi madre, en mis tiernos catorce años, me regaló su novela más famosa, Escupiré sobre vuestra tumba. La leí y me encantó. Mal dicho, me dejó entumecido y preocupado. Y totalmente desprotegido. ¿Cómo puede mi madre regalarme, en mi sabida edad del pavo, a mí, más pardillo que nadie, una novela tan violenta, sangrienta, oscura, racista y depravada? Pienso ahora. No me quería. No hay otra opción. O fue abducida un mes antes de darme este libro (antes era puro amor maternal y consentimiento continuo) por un grupo de marcianos particularmente sádicos.
Tranquilos, esto es mentira también. A mi madre solo le gusta la Fórmula uno.
Esto de aprender tiene estas historias. Cada uno aprende lo que se le cruza, o lo que le atraviesa, o quizá solo aprende lo que puede aprender. Pero es emocionante de cualquier manera. A mi me gusta escribir historias, imaginar mundos. Dejarme llevar por una idea y seguirla hasta ver dónde me puede llevar. Esto lo aprendí en los cursos de escritura. En la Escuela de Escritores.
En la Escuela pasé dos años y aprendí lo que, in solitude, hubiese aprendido en diez. Fue intenso y desorbitante. Para una persona sin una rutina de trabajo en la escritura puede ser duro de pelotas. Al final, solo quería que no acabase nunca. Vivir en el ensueño literario para siempre. En la continua producción que no halla un final. Vivir únicamente en entretiempos o no acabar de nacer del todo. Agradable.
Nada de esto pasó.
Pero, es innegable que aprendí. La escuela me aportó no solo conocimientos, humildad y realización de ciertas facultades y ciertos errores, también la conclusión de que había otro mundo que se podía alcanzar. Que no depende de contactos, o editores, de señuelos ni de cantos de sirenas. Que no se deja comprar ni lo puedes alquilar por un tiempo. Te haces parte de algo. Algo móvil. Algo intermitente pero que no cesa. El jardín de las delicias, el reino de los solitarios.
Aprender, intentaré resumir, para mí, no me gustan los oráculos, tiene algo de sagrado y, al mismo tiempo, algo de hereje. Cura e inflige latigazos. Tiene algo de amor y algo de odio. Si tuviese que definir la vida, sería algo parecido.
Ahora, como prometido, os dejo una selección de inicios de novela para que, con ellos como guía, os dejéis llevar. Podéis enviarme vuestro relatos, cuentos, anécdotas, insultos o poemas a este mail que os dejo a continuación. Prometo leerlos todos. (No lo haré).


«Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura.»
«Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer.»
«Estábamos en algún lugar de Barstow, muy cerca del desierto, cuando empezaron a hacer efecto las drogas.»
«He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así.»
«Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.»
«Yo no maté a mi padre, pero a veces me he sentido como si hubiera contribuido a ello.»
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.»

enviatuscuentosyprodigios@gmail.com.

 Gracias por tomaros el tiempo necesario para leer este post. Dentro de toda la parafernalia y la broma adolescente estaba el intento de mostrar qué es, de forma sincera, lo que me ha gustado aprender, cómo lo he aprendido, y dónde.
Un saludo.



[Texto original en La magia de aprender]
Publicado el 25 de setiembre de 2018 por